
Ser monje
1. La vocación
La vocación, una llamada
Para ser monje, ante todo, es preciso tener vocación.
La vocación a la vida monástica es una llamada de Dios a ser solo de Él y a vivir dedicado en exclusiva a Él. Es un don gratuito de Dios. Él llama a quien le place: «Jesús llamó a los que quiso» (Mc 3,13). Detrás de cada vocación hay un misterio de amor y de predilección por parte de Dios: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré» (Jer 1,5).
Plantada como una semilla
Rara vez una vocación sobreviene repentinamente. Se asemeja, más bien, a una semilla plantada en tierra. Va germinando poco a poco, sin que se note. A su tiempo, despunta, va desarrollándose y madura.
Dios siembra en algunos corazones el deseo de vivir con Él y sólo para Él. Dios mismo será quien lo haga crecer. Pero a quien haya sido llamado, le corresponde cuidar y cultivar ese deseo para que pueda dar el fruto debido: la conversión de la propia vida.
Escuchar con el oído del corazón
La vocación resuena en el propio corazón. Se la siente como algo muy personal y propio, pero la iniciativa viene de Dios: «Él nos amó primero» (1 Jn 4, 19). Al llamado le corresponderá ponerse a la escucha y acogerla.
La vocación, en los comienzos, presenta unos síntomas bastante típicos: gusto e inclinación por Dios y por las cosas de Dios; insatisfacción y desestima por la vida mundana; y un mayor interés por lo que aproveche para la eternidad: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?» (Mc 8,36).
Si cae en «tierra buena» (cf. Mt 13,8), este deseo de Dios irá creciendo sin que se sepa cómo. Y se hará más grande y profundo, hasta posesionarse e involucrar a toda la persona. Así lo expresa el salmo: «Oigo en mi corazón: “busca mi rostro”. ―Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Sal 26, 8-9).
2. Discernimiento
«Hágase tu voluntad»
Es la pregunta decisiva de todo llamado: «Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hch 9,6).
Si quieres escucharle, Dios se te comunicará. Él suele servirse de muchos medios para manifestarnos su voluntad: una luz interior, una persona, una lectura o información, la participación en una liturgia, un retiro o una breve estancia en la hospedería del monasterio.
Si eres dócil, Dios saldrá a tu encuentro y su Espíritu guiará tus pasos: «Encomienda tu camino al Señor, confía en él, y Él actuará» (Sal 36,5). Dios mismo va conduciendo a cada uno de los llamados a la parcela de su viña a la que le ha destinado. No te afanes, pues, por encontrar un monasterio muy a tu gusto. Tu progreso espiritual no va a depender tanto del lugar donde mores cuanto de la santidad la vida que lleves. Si no te determinas a renunciar a tu propia voluntad y a avanzar por el camino del Evangelio, ningún monasterio te aprovechará.
Sombras…
La vocación entusiasma, pero también produce vértigo. La llamada de Dios supera las posibilidades de la naturaleza humana.
Las vacilaciones serán inevitables: ¿será verdaderamente lo mío?, ¿podré?, ¿durante toda la vida? Son dudas razonables, aunque demasiado humanas. Pero tienen su parte positiva: nos enseñan que no bastan las propias fuerzas. Para responder a la llamada de Dios se necesita la ayuda de su gracia.
… y luces
Pon, pues, toda tu confianza en la bondad de Dios. La iniciativa ha sido suya: «No sois vosotros lo que me habéis elegido a mí, soy yo quien os he elegido» (Jn 15,16). Esa voluntad de Dios, y no tu empeño, es la verdadera «roca» sobre la que debes edificar tu vocación.
Él no se va a echar atrás: «Los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Rom 11,29). Sabe esperar, mayormente si ve en ti buena voluntad y perseverancia. Comprobarás por ti mismo que su paciencia y fidelidad son tan infinitas como su amor: «Él permanece fiel, pues no puede negarse Él mismo» (2 Tim 2, 13).
No faltarán dificultades, pero si de veras buscas a Dios, gustarás de su bondad. No encontrarás gozo comparable con la experiencia de saberte amado por Dios con predilección; ni alegría equiparable al descubrimiento de ese «tesoro escondido» del que nos habla el Evangelio (Mt 13,44); ni dicha que supere el privilegio de vivir en la casa del Señor alabándole y sirviéndole siempre. Cristo abrirá tu vida a un horizonte nuevo.
Los signos
Se lamentaba el Señor: «Cuando sopla el sur decís: “Va a hacer bochorno”, y sucede. Sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente?» (Lc 12, 56). Tú pídele insistentemente que sepas advertir el paso de Dios por tu vida. Él se dejará sentir. La rectitud de tu intención en la búsqueda de Dios es ya una señal inequívoca de que Él está actuando en tu alma. También la experiencia del consuelo interior suele ser una fiable brújula para orientar tus decisiones. Sobre todo cuando la consolación se aúna con el dictamen de la razón iluminada por la fe. En cambio, ante cualquier señal externa se requiere mayor prudencia. Cierto que Dios se hace presente en nuestro diario caminar, pero no veas ingenuamente su voluntad en cualquier coyuntura que te acontezca. Siempre te será preciso discernir bien.
Con todo, por más vueltas que le des, hasta que no ingreses en el monasterio y te enroles en la vida monacal, no acabarás de saber si Dios te ha concedido la gracia de la vocación. Tu propio proceder será el mejor juez: «A cada árbol se le conoce por su fruto» (Lc 6, 44). Asimilar bien el ideal monástico e integrase con sencillez en la comunidad, llevar en el monasterio una buena trayectoria de piedad, obediencia, servicialidad y paciencia y, además, tener en el corazón la alegría del Espíritu, son las mejores credenciales de una vocación.
3. El itinerario
¿Qué se puede aconsejar a un joven con inquietudes vocacionales?
- Si Dios te llama, acércate más a Él y podrás escucharle mejor. Frecuenta la Eucaristía y el sacramento de la penitencia. Y no dejes de tener ratos de oración.
- Ponte en manos de la Virgen María. Ella es la mediadora de todas las gracias. También de tu vocación. Pídele que Ella guíe tus pasos.
- Sobre todo examina tus motivaciones. Que sea la búsqueda de Dios y la voluntad de darte por entero a Él lo que verdaderamente te mueva a desear abrazar la vida monástica. Valora, también, si gozas de una salud física y psicológica suficientemente buena. Para una buena adaptación, también se necesita tener una edad adecuada: entre 18 y 40 años. (Las vocaciones más jóvenes también deben ser atendidas. Y los casos que sobrepasan un tanto la edad sobredicha, requerirán ser examinados uno por uno).
- Madura por un tiempo tu deseo de ser monje. Si tu deseo persiste, ponte en contacto con el P. Maestro de novicios. Él te ayudará con gusto. Ambos veréis qué conviene ir haciendo en tu caso y circunstancias. Puedes escribirle una carta o un e-mail: info@monasteriodeleyre.com (a la atención del P. Maestro de novicios).
Primeros pasos
- Después de tomar contacto (sea por escrito o personal), el P. Maestro y el candidato comienzan a discernir los indicios de una posible vocación.
- Valoran la posibilidad de pasar un fin de semana en la hospedería monástica.
- Si esta experiencia es positiva, se le invita al candidato a que repita sus visitas para que conozca mejor la vida monástica que se lleva en nuestro monasterio.
- Si el aspirante continúa en su propósito, después de un tiempo prudencial (en torno a un año), se le ofrece la posibilidad de experimentar la vida monacal en Leyre durante un mes. Si la experiencia resulta positiva, el candidato es invitado a ingresar en el monasterio en calidad de postulante.
Hacia una consagración a Dios
- Hay un largo itinerario entre el ingreso de un candidato al monasterio y su integración definitiva en la comunidad. En los dos primeros años (postulantado y noviciado) se estudia la Regla de San Benito, la espiritualidad y la tradición monástica, y otras materias que introducirán en la vida diaria: Sagrada Escritura, canto gregoriano, latín, etc. Fundamentalmente es un tiempo destinado a la formación inicial, al discernimiento y a la maduración de la propia vocación.
- Pasados estos dos años bajo la dirección del P. Maestro, el novicio podrá emitir sus primeros votos por tres años, que son también renovables.
- Posteriormente, no antes de 6 años de su ingreso, el candidato podrá convertirse en monje de forma definitiva mediante la profesión solemne. Los votos monásticos son: estabilidad (permanencia en la comunidad), la conversión de su vida según la Regla de San Benito ―que incluye la pobreza y la castidad― y obediencia.